lunes, 5 de mayo de 2008

La casa de los ruidos -2-



-2-

Mucho tiempo después volvimos. Años más tarde. A la montaña, al castillo, a los nueve pinos. El cielo era el mismo que aquella tarde de agosto, azul y blanco al principio, sembrado de nubes aborregadas después. El mismo.

¿Y las cigarras? ¿Se fueron con ellos?
Los arboles permanecían erráticos, en el mismo lugar, pero las cigarras ya no. Ahora había el sonido del viento, que no cesa. Haciendo crujir las ramas más pequeñas de los pinos y los matojos a mi espalda —en este asiento labrado en la roca que encontré ¿ayer? no, hace tiempo, muchísimo tiempo— sonido que me recordaba al de los colgantes chinos de cristales multicolor… me giro. Nó, son los matojos.

Había algo de gente, gente que no conocía ¿De paso tal vez? Quizás gente del pueblo. Yo ocupo la misma mesa que entonces. Ellos ya no se miran sonrojados. Ya no se miran. "La muchacha se fué del pueblo", le habían dicho. La dueña del bar. "Tuvo que marcharse. Si, se fué. Hace mucho" le habían dicho. Levanto mi vaso y brindo por ella, por la muchacha, la que tuvo que marcharse del pueblo, una tarde fría, gris. En silencio. Sin nadie que la acompañara, sin nadie que la despidiera, sin nadie que la llorara. Ella se fué.

El Sol se abre paso —a fuerza de empujar— entre las nubes. Inunda con su luz dorada la pendiente sembrada de pinos (nueve), de rocas grises, de florecillas blancas y amarillas, de rastrojos, aquí y allá. Le da otro aire al lugar, ¿nostálgico?… Se ve ahora con total nitidez la linea del horizonte, recortado de montañas azul pálido, todos los pueblos que las bañan —de blanco—, todo el verde de los valles que las inundan. Y abajo, el campanario más milenario que antaño, al alcance de mi mano. ¿Cuanto tiempo ha pasado?

—¡Cuánto tiempo… sin venir por aquí! —había dicho ella— ¿Cuánto?
—No sé, tal vez… mucho, años —le había contestado.

Y era cierto, hacía años. Algo había cambiado mientras tanto, en lo más hondo de nosotros, de aquí. La casa estaba cerrada cuando llegamos. No lo sabíamos, nos sorprendió. La casa estaba cerrada.
—Murió la dueña, —nos habían dicho— La dueña. Murió. De vieja, —nos dijeron. ¿Sólo la dueña?

No se oía ya nada. No ladraban los perros. No levantaba nadie la voz. Los chiquillos no gritaban su alegría. Sólo el viento, aullando, sollozando, como pidiendo disculpas por su osadía. La casa estaba vacía.

Fue una huida, forzada, por la puerta de atrás. No se fue porque quisiera irse. Se fue porque querían que se fuera. Ella, la dulce sonrisa que le miraba. Ella. Que se lo llevó casi a la fuerza, tuvo que pagarlo de aquella manera. Juegos de chiquillos, juegos de amor. Sé muy bien lo que ocurre cuando él, inocente, le toca a uno con la punta de sus deseos.

Pido otro vino, tinto, quiero seguir brindando por ella, que se fué con su pecado, con su penitencia, que la echaron.

—Dicen que la dueña murió —me repite.
—Lo sé. Yo también lo he oído.
—De vieja —hay tristeza en sus ojos, como si lo sintiera realmente. Sentimental.
—Lo sé. Eso han dicho.

Pero la casa esta vacía, abandonada, olvidada. Nadie en el pueblo la recuerda ya. No, nadie se acuerda de ella, de la casa, de la dueña. De su hija, que tuvo que marchar. Deshonrosamente. Irse.

Unas maderas clavadas con prisas, burdamente, impiden el paso por puertas y ventanas. ¿Quién iba a querer entrar? Nadie. Es para que no salgan los recuerdos. Parece que acabará por nublarse —¿siempre es igual aquí?— en el techo del mundo. En verano, sin fiestas. ¿Por qué? Acabaron ya. Pasaron sin pena ni gloria. La gente olvida pronto. Todo pasó. Hay un tiempo para cada cosa. Es el tiempo ahora de olvidar, de empezar de nuevo. Se abre otro claro. Es una lucha constante, titánica, que se desarrolla arriba, en lo más alto. ¿Y las cigarras? ¿Qué fue de las cigarras? Se las echa de menos, el fondo musical que proporcionan.

—¿Y él? —me pregunta al fin.
—¿El?
—Sí
—Se fué también —(suspira)— A otro pueblo. Solo. Se fue solo a otro pueblo.
—Solo.
—Sí.

Hay un tiempo para cada cosa, y era ahora el tiempo de dejarlo todo atrás, de olvidar. ¿Olvidarlo todo? No, todo no. Este cielo cambiante, no. El castillo con su pendiente y sus nueve pinos, no. Ese campanario allá abajo, al alcance de la mano, no, tampoco. Ni a las cigarras, aunque ya no estén para despedirse. Ni aquella tormenta arrebatadora, de verano, no. Ni la casa —ahora cerrada— ni a la dueña —ahora muerta, de vieja— ni a su hija, que tuvo que marcharse una tarde fría, gris. Ni a él, que también se fue (para olvidar). Ni su amor, infantil, fugaz quizás, inocente sin duda. Nada de ello será posible olvidar. Aunque se quisiera. No se podría. Nada de ello.

Acabo mi vino. Me despido de la vieja dueña del bar. No sonrie a mis buenos deseos. Se queda todo allí, tal como lo recordaba. Bueno, todo no, algo falta… No, algo llena para siempre ese vacío de lo que falta: su recuerdo.

—¿Nos vamos? —no tiene prisa, es sólo que hay que irse.
—¿Otra vez? —pregunto.
—Otra vez.
—Para siempre.
—Para siempre, si.



No hay comentarios: