lunes, 5 de mayo de 2008


Relato corto escrito en 1993 ©Jose Montal

La casa de los ruidos -1-



-1-

—No me mires así —grita.
—No te miro de ninguna manera —le digo—, son imaginaciones tuyas. —Se aparta. Se vá.
Hay algo en su mirada. No entiende. Es cierto lo que dice.

¿Por qué? No soporto el griterío que se produce dentro de la casa. Descontrolado. Diríase que se trata de un concurso. Consiste en comprobar quién chilla más fuerte. Luego están los críos, son los que tienen el timbre de voz más agudo, es insoportable.

Salgo, subo aquí arriba; el techo del mundo, la montaña detrás de la casa, la del castillo, a escuchar a las cigarras que dan un concierto para mí. Está la cigarra directora; hace que unas callen y otras canten, según la partitura en forma de piña piñonera, alternativamente. Está en el arbol del centro del bosquecillo formado por nueve pinos, el más alto, así puede ver con una mayor panorámica quién tiene que hacer entrada o quién esperar. Ella, la directora de esta singular orquesta, desde luego, no para. Lleva la voz cantante, escucha, ahora cantan todas a la vez. Es un sonido penetrante, fortísimo, casi desquiciante, pero incomprensiblemente no es molesto. Me gusta. Me quedo totalmente quieto para no interrumpir, escuchando embelesado, con la espalda pegada a la roca, en este asiento natural que encontré ayer.

Hace mucho viento aquí arriba, siempre. Este aullar parece que las anime a cantar, más alto cada vez. Cuando el viento cesa, cesa el canto.

—Mañana nos vamos —dice. Pero no hay rencor en sus palabras, no le importa irse mañana. Por un día más no vale la pena. Le digo:
—Por un día más no vale la pena.

Una noche más sin dormir, ¿que más da? Tres noches sin pegar ojo, en vacaciones, no importa. Lo peor es durante el día. Esta falta de tranquilidad —si no es aquí, ¿donde?— esas voces, esos chillidos salvajes. La gente está contenta, despreocupada. Son las vacaciones, las fiestas del pueblo.

—¿Que quieres? Son las fiestas del pueblo. —Ella intenta tranquilizarme, poner paz. La admiro, es un sentimiento muy arraigado; hace lo que puede.
—Eso no me tranquiliza en absoluto —respondo.

El viento arrecia. El cielo antes azul y blanco, se va ensombreciendo con una letanía que anuncia tormenta. Se la vé allá, encima de las montañas que delimitan el horizonte. Las va cubriendo con un manto brumoso, parecen diluirse en él, haciéndolas desaparecer. Arriba, el cielo es gris oscuro, sucio. Casi es negro ahora. Cuando llegue aquí ese cielo amenazador, terrible, estallará la tormenta sin remedio. Un perro ladra avisando a quien lo oiga del peligro que se avecina. Hay un revuelo de pajaros allá, a lo lejos. Las cigarras han callado un momento, ¿que ha sido eso? …Un trueno, ha sido un trueno. Un rayo ha caido detrás de las nubes y por eso no lo han visto, pero el trueno sí, el trueno lo han oído. Ahora reinician su canto monótono la sinfónica de cigarras, ¿no se cansan nunca? Yo no.

La chica llega de la cocina. Su falda roja roza, flotando, el mantel de la mesa; se sienta en el sillón. Si, a su lado. Él acerca su mano (¿la acerca?) junto a la de ella, temblorosa, titubeante. Ya está, se la coge dulcemente. El nota la mirada ardiente de ella por el súbito calor que le ha subido a las mejillas. No se atreve a mirarla. Levanto mi vaso y brindo por ellos; no me ven, no podrían. Yo no estoy allí.

Los rayos se hacen cada vez más visibles, los truenos rugen con mayor bravura. El negro ha cubierto ya justo la mitad del cielo. La otra mitad parece querer huir. No tiene escapatoria. Las cigarras, tras dos intentos fallidos de continuar con la sinfonía —ante tanta interrupción—, han decidido aplazar el concierto para una mejor ocasión.

Es agosto. Estoy helado. Poco a poco ha ido bajando la temperatura, sin avisar. Ahora estoy helado, pero no quiero bajar de aquí. Me gusta estar helado en este lugar privilegiado, por encima de todos, del pueblo, de todos los del pueblo que desde aquí se ven, del campanario. Podría agacharme, un poco tan sólo, y tocar sus campanas milenarias con la punta de los dedos. Los últimos claros van desapareciendo engullidos por esa fiera tempestuosa. Ya casi todo el cielo está cubierto por espesas, pesadas nubes cargadas de agua. La sinfonía de las cigarras ha dejado paso a la de los truenos, más espectacular, acompañada de un increíble teatro de luces celestiales. El viento trae hasta mí el olor a tierra mojada aún antes de que caigan las primeras gotas. Ladra aquel perro otra vez. Ahora ya es tarde, de nada sirven sus advertencias, la tormenta ha llegado. Son las seis de la tarde, agosto, y la tormenta ya ha llegado a este pueblo en fiestas. Esta noche harán aparición las bandas de música, dispuestas a ganar el concurso anual, (¿participarán mis amigas las cigarras?). El agua comienza a caer.

Él se ha girado por fin. Y la ha sorprendido mirándolo. Sonríe sonrojado. La mira y sonríe. Ella baja la mirada a sus rodillas, la ha pillado "in fraganti", pero lo esperaba, lo deseaba. Yo sonrío también, de felicidad, de la misma felicidad que la de ellos. Ahora se miran los dos. Son muy jóvenes, casi niños, y sonríen. No se dan cuenta de que les miran. No podrían.

Veo gente que corre por la calle principal, para guarecerse de la lluvia que cae ahora con fuerza. Están contentos, aunque se mojan, están en fiestas. El chaparrón sirve para refrescar el ambiente, sus vidas, la mía. Chillan, y el sonido de la lluvia apaga su alborozo. Están en fiestas.

—¿Entonces le digo a mi madre que no lave las sábanas? —pregunta cansada.
—Lo que quieras. Nos quedamos —contesto sincero.

Hay algo de aquí que me atrae, ¿qué es? ¿esta montaña? Desde aquí arriba se ven kilómetros y kilómetros de mundo, con una nitidez que asusta. Ahora no. Es increíble lo que se me ha ofrecido esta tarde; el espectáculo de las nubes cubriendo lentamente, con parsimonia, el cielo, para ver estallar, al fin, la tormenta. Las masas nubosas están casi a la altura de mi cabeza. Los rayos caen más abajo de donde estoy sentado. Es un fenómeno que jamás podría disfrutar desde el sillón de mi casa, (aquélla que no lo és). ¿Es todo esto lo que hace que me quede aquí? ¿A pesar de todo? Estoy empapado, helado. Estoy en paz.

Ella se ha arrimado todo lo posible, le ha acercado el rostro a su cara. Le ha puesto los labios delante de los suyos, así es que él los ha besado, por fin. Cierro los ojos y sonrío, conozco bien la sensación que aquello produce. Bebo. Ella le ha hecho un gesto con los ojos, es más atrevida. Él ha parecido sonrojarse un poco más. Se levantan cogidos de la mano, se van. Apuro mi vaso. Ya no sonrío.

La tormenta se quiere ir, se va a otros lugares, a otros pueblos en fiestas. Todos los pueblos están de fiesta en agosto. Ha sido un chaparrón de verano, de esos que llegan sin avisar, descargan su húmedo contenido, y después se van tan rápidamente como vinieron. Deja un rastro gris tras de sí. Allá, encima de las montañas que delimitan el horizonte, vuelve a iluminarse el cielo. No se ve el Sol, pero sí su luz por debajo de las nubes. Una luz almibarada, del color de la miel, que no daña los ojos, se va apoderando de aquella parte del cielo. Empuja a las nubes para que se vayan, !IROS! dice, y lo va consiguiendo, lentamente.

Han sido tres días terribles, desesperantes, eternos. Con sus noches, las peores en mucho, muchísimo tiempo. Me encuentro desquiciado, harto de todo esto, cansado. Y sin embargo…

Me quedé solo. Ellos se habían ido hacía rato. Mucho tiempo. A cuestas con mi pesada carga, yo mismo. Incomprensible, desesperante. Si, sin remedio. Yo mismo. Ellos se fueron y con ellos la alegría, sus sonrisas dulzonas, la mía amarga, su amor nuevo, ajado el mío. Se fueron como se irá el verano.

Ya dejó de llover. Hace años, o siglos. No llovió nunca, ¿o sí? Los perros ladran ahora todos a la vez. A las cigarras no se las volvió a oír. Aquí abajo, en la casa de los ruidos, la gente está contenta, se diría que están jugando al juego de los gritos, a ver quien grita más fuerte. Todos gritando. Los perros también se unen a ellos, y juegan, ladran más fuerte aún. Y los niños, que no les hacen caso, también gritan, más aún.

—¿Nos vamos? —pregunto impaciente.
—Si… vámonos…


La casa de los ruidos -2-



-2-

Mucho tiempo después volvimos. Años más tarde. A la montaña, al castillo, a los nueve pinos. El cielo era el mismo que aquella tarde de agosto, azul y blanco al principio, sembrado de nubes aborregadas después. El mismo.

¿Y las cigarras? ¿Se fueron con ellos?
Los arboles permanecían erráticos, en el mismo lugar, pero las cigarras ya no. Ahora había el sonido del viento, que no cesa. Haciendo crujir las ramas más pequeñas de los pinos y los matojos a mi espalda —en este asiento labrado en la roca que encontré ¿ayer? no, hace tiempo, muchísimo tiempo— sonido que me recordaba al de los colgantes chinos de cristales multicolor… me giro. Nó, son los matojos.

Había algo de gente, gente que no conocía ¿De paso tal vez? Quizás gente del pueblo. Yo ocupo la misma mesa que entonces. Ellos ya no se miran sonrojados. Ya no se miran. "La muchacha se fué del pueblo", le habían dicho. La dueña del bar. "Tuvo que marcharse. Si, se fué. Hace mucho" le habían dicho. Levanto mi vaso y brindo por ella, por la muchacha, la que tuvo que marcharse del pueblo, una tarde fría, gris. En silencio. Sin nadie que la acompañara, sin nadie que la despidiera, sin nadie que la llorara. Ella se fué.

El Sol se abre paso —a fuerza de empujar— entre las nubes. Inunda con su luz dorada la pendiente sembrada de pinos (nueve), de rocas grises, de florecillas blancas y amarillas, de rastrojos, aquí y allá. Le da otro aire al lugar, ¿nostálgico?… Se ve ahora con total nitidez la linea del horizonte, recortado de montañas azul pálido, todos los pueblos que las bañan —de blanco—, todo el verde de los valles que las inundan. Y abajo, el campanario más milenario que antaño, al alcance de mi mano. ¿Cuanto tiempo ha pasado?

—¡Cuánto tiempo… sin venir por aquí! —había dicho ella— ¿Cuánto?
—No sé, tal vez… mucho, años —le había contestado.

Y era cierto, hacía años. Algo había cambiado mientras tanto, en lo más hondo de nosotros, de aquí. La casa estaba cerrada cuando llegamos. No lo sabíamos, nos sorprendió. La casa estaba cerrada.
—Murió la dueña, —nos habían dicho— La dueña. Murió. De vieja, —nos dijeron. ¿Sólo la dueña?

No se oía ya nada. No ladraban los perros. No levantaba nadie la voz. Los chiquillos no gritaban su alegría. Sólo el viento, aullando, sollozando, como pidiendo disculpas por su osadía. La casa estaba vacía.

Fue una huida, forzada, por la puerta de atrás. No se fue porque quisiera irse. Se fue porque querían que se fuera. Ella, la dulce sonrisa que le miraba. Ella. Que se lo llevó casi a la fuerza, tuvo que pagarlo de aquella manera. Juegos de chiquillos, juegos de amor. Sé muy bien lo que ocurre cuando él, inocente, le toca a uno con la punta de sus deseos.

Pido otro vino, tinto, quiero seguir brindando por ella, que se fué con su pecado, con su penitencia, que la echaron.

—Dicen que la dueña murió —me repite.
—Lo sé. Yo también lo he oído.
—De vieja —hay tristeza en sus ojos, como si lo sintiera realmente. Sentimental.
—Lo sé. Eso han dicho.

Pero la casa esta vacía, abandonada, olvidada. Nadie en el pueblo la recuerda ya. No, nadie se acuerda de ella, de la casa, de la dueña. De su hija, que tuvo que marchar. Deshonrosamente. Irse.

Unas maderas clavadas con prisas, burdamente, impiden el paso por puertas y ventanas. ¿Quién iba a querer entrar? Nadie. Es para que no salgan los recuerdos. Parece que acabará por nublarse —¿siempre es igual aquí?— en el techo del mundo. En verano, sin fiestas. ¿Por qué? Acabaron ya. Pasaron sin pena ni gloria. La gente olvida pronto. Todo pasó. Hay un tiempo para cada cosa. Es el tiempo ahora de olvidar, de empezar de nuevo. Se abre otro claro. Es una lucha constante, titánica, que se desarrolla arriba, en lo más alto. ¿Y las cigarras? ¿Qué fue de las cigarras? Se las echa de menos, el fondo musical que proporcionan.

—¿Y él? —me pregunta al fin.
—¿El?
—Sí
—Se fué también —(suspira)— A otro pueblo. Solo. Se fue solo a otro pueblo.
—Solo.
—Sí.

Hay un tiempo para cada cosa, y era ahora el tiempo de dejarlo todo atrás, de olvidar. ¿Olvidarlo todo? No, todo no. Este cielo cambiante, no. El castillo con su pendiente y sus nueve pinos, no. Ese campanario allá abajo, al alcance de la mano, no, tampoco. Ni a las cigarras, aunque ya no estén para despedirse. Ni aquella tormenta arrebatadora, de verano, no. Ni la casa —ahora cerrada— ni a la dueña —ahora muerta, de vieja— ni a su hija, que tuvo que marcharse una tarde fría, gris. Ni a él, que también se fue (para olvidar). Ni su amor, infantil, fugaz quizás, inocente sin duda. Nada de ello será posible olvidar. Aunque se quisiera. No se podría. Nada de ello.

Acabo mi vino. Me despido de la vieja dueña del bar. No sonrie a mis buenos deseos. Se queda todo allí, tal como lo recordaba. Bueno, todo no, algo falta… No, algo llena para siempre ese vacío de lo que falta: su recuerdo.

—¿Nos vamos? —no tiene prisa, es sólo que hay que irse.
—¿Otra vez? —pregunto.
—Otra vez.
—Para siempre.
—Para siempre, si.